Hablemos de Improvisación: El gran otro

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Un señor, que posiblemente terminó loco, se planteaba una idea horripilante: “Si los átomos de nuestro cuerpo siguen las leyes físicas tan inmutablemente como los movimientos planetarios, ¿para qué esforzarse? ¿Qué diferencia puede hacer el esforzarnos si nuestras acciones están predeterminadas por las leyes de la mecánica?”

Horripilante y bella a la vez: somos lo mismo, la libertad ni siquiera existe. Pero, ¿estamos tan predeterminados como un miserable átomo? ¡Qué improvisación ni qué nada! Aquí nadie improvisa, dejemos pues la fachadita esta de creernos los expertos en el tema, ¡cuando hasta un verraco átomo hace lo mismo!

Uno creyendo que toca estudiar y no sé qué cosa y no servimos pa’ nada. Calle la jeta… Ya se me quitaron las ganas de tocar piano y todo. ¡Eh! y todo esto por andar leyendo a un desquiciado. Se fue mi carrera pal’ inodoro definitivamente. Y en una sentada escribiendo este texto.

¡A ver! Espere un momentico… este señor se pregunta: “¿Para qué esforzarse?” Pero es que si no te esforzás, seguís siendo un maldito átomo, y además flojo, ineficiente. Seguirías atendiendo a las leyes de la mecánica, porque, supongo yo, que si hay personas ineficientes atendiendo al llamado de la mecánica, pues átomos también. Aunque lo más seguro es que sean músicos. Por lo menos puedo responderle la segunda pregunta a este señor que me ha arruinado tantos años junto al piano: la diferencia que puede hacer el esforzarse o no, es que te define la profesión.

¡No más con este tipo tan irresponsable!

Eso que llamamos improvisación, sea lo que sea, hace las cosas más divertidas con toda seguridad. Podría resultar mejor preocuparse por disfrutar de nuestras pulsiones y nuestros deseos más profundos, aunque, como diría Lacan, el goce duela.

Este atículo fue públicado en El Espectador en septiembre de 2018.